«En un mundo de criticas sin acción, yo decidí trabajar sin criticar» Tulio Zuloaga.
Desde que llegué al mundo, la comida ha sido mi pasión. De niño, mis padres tenían que esconderla porque arrasaba con todo. Siempre fui gordito, goloso y glotón. Una amiga bruja de mi madre predijo que solo serviría para comer, pero nadie la tomó en serio… hasta que el tiempo le dio la razón.
Mi infancia estuvo marcada por los sabores y olores. Recuerdo a una amiga de mamá por el tufo a chocolate, Cerelac y leche Klim de su pelo mojado, un aroma tan abrumador que me hacía correr en busca de aire. Y, cómo no, por mi primera borrachera antes de cumplir los dos años. Mis padres, jóvenes e inexpertos, intentaban manejar a este pequeño terremoto insaciable. En una cena con amigos, me dormí en un sofá mientras todos brindaban. Cuando regresaron, me encontraron desplomado junto a la mesa… había vaciado las copas de vino. El pánico los llevó a la clínica, donde resucité al segundo día, convertido en la sensación del hospital. Desde entonces, el destino pareció sellado: música, comida y un buen «palo e’ ron».
Mis abuelos y la tía Bolli fueron clave en mi educación gastronómica. Me enseñaron el placer del sancocho, el mango biche con sal y la magia de chupar un hueso. Pero también me dejaron libre para cometer travesuras, como dibujar con marcador negro por toda la casa o untarme de pies a cabeza con una mantequilla importada que jamás alcanzaron a probar. Aun así, me amaron hasta que partieron a las cocinas del cielo.
A mis cinco años, confirmé mi fervor por la comida. En Peñita, aquel mítico restaurante de fritos, mi hermanita intentó tomar un patacón de mi plato. Ante la mirada de todos, lo estampé en su calvita recién rapada. El grito, la ampolla y la carrera al hospital quedaron grabados en la memoria familiar. Años después, bromeo pensando que, al ver mi defensa del bocado, Gabo escribió: «El amor es casi tan importante como la comida; pero el amor no alimenta».
Desde entonces, recuerdo a las personas por sus olores y sabores. Y si de comer se trata, sigo siendo el mismo niño tragón que un día, sin saberlo, se ganó el destino que le habían predicho.
El niño glotón creció, y su pasión por la comida nunca se apagó. Aprendió a convertir su insaciable amor por los sabores en algo más grande: hoy se dedica a comer, recomendar y llenar restaurantes, descubriendo lugares y compartiendo con otros su gozo por la buena mesa.
Claro, en el camino encontró detractores. Los que juzgan sin conocer, los que critican sin aportar, los que señalan sin haber probado. Pero él tenía clara su misión y respondió con una frase que se convirtió en su lema de vida:
«En un mundo de críticas sin acción, yo decidí trabajar sin criticar.»
Porque al final, la pasión verdadera no necesita aprobación. Se alimenta del amor, del esfuerzo y de la constancia. Y mientras algunos se quedan en palabras, él sigue en lo suyo: viviendo, disfrutando y haciendo lo que mejor sabe hacer… probar la vida, bocado a bocado.